viernes, 24 de octubre de 2014

EN EL HIELO




Lo más difícil de todo fue al final. Deshacer el primer trozo de hielo no fue tan complicado, aunque la bañera quedó llena de ramitas y de hojas de especies desconocidas que habían quedado atrapadas en el frío desde tiempos inmemoriales. Poco a poco conseguimos que entrara en calor, bañándolo con agua caliente primero, y rociándolo con una jarra de agua templada después. Arropándolo con mantas conseguimos que perdiera ese desagradable color verde azulado, y que su piel dejara de parecer la de un lagarto. Al final tenía un aspecto casi saludable.



El primer movimiento fue un milagro.



Apenas fue un leve temblor, pero bastó para compensarnos de las horas de duro esfuerzo que habíamos pasado en el bosque helado, trabajando con picos, con palas, con barreños de agua caliente que acarreábamos desde la casa, después de que Eduardo nos avisara muy excitado de que parecía que había algo o alguien  congelado en el río; Efectivamente, en una de las pozas más hondas se vislumbraba un bulto oscuro, atrapado en el hielo. Había sido complicado trabajar con el intenso frío, con los músculos entumecidos y llevando tal cantidad de ropa que apenas conseguíamos movernos. Pero ahora, al observar al extraño ser que habíamos rescatado y que empezaba a parpadear, nada de eso tenía importancia.



Su estatura era la de un muchacho, pero no se parecía a ningún chico que hubiéramos conocido. Su complexión era más recia de lo normal y todo su cuerpo estaba cubierto de espeso vello. Su cabello era hirsuto y enmarañado y, a pesar de la suciedad, muy sano y abundante. Sus facciones eran toscas, a medio desbastar, como si al hacerlo a él ─ porque el sexo masculino era indudable ─, Dios se hubiera aburrido y hubiera dejado el trabajo a medio terminar.



Cuando abrió los ojos no respiramos. Su mirada era oscura, hostil y llena de miedo. Rápidamente saltó de uno a otro e inspeccionó la habitación, como si buscara una salida por donde poder escapar. Nosotros permanecimos inmóviles y en silencio durante un buen rato y después me acerqué muy despacio, para no asustarlo. Dio un respingo y temí que me atacara, pero tras unos instantes pareció tranquilizarse. Creo que al comprobar que era mujer, y bastante menuda además, decidió que no suponía peligro alguno.



Le ofrecí agua, después jugos de frutas, que bebió ávidamente. No parecía conocer la comida elaborada, pero devoró sin problemas gran cantidad de huevos, fruta y al final carne cruda. Lleva ya varios días con nosotros y se está recuperando rápidamente. Su fortaleza física es extraordinaria. No sabe hablar. Cuando deambula por la casa emite extraños gruñidos inarticulados, e intenta cogerlo todo torpemente, cosas que al final acaba rompiendo.



Ayer le enseñamos un espejo e hizo una extraña mueca, lo más parecido a una sonrisa que hemos podido observarle. Pero después, al ver que no había nada al otro lado, se enfureció y lo rompió. Ha guardado uno de los trozos debajo de la cama y de vez en cuando lo saca, lo mira y gime al contemplar su imagen. Debe creer que al otro lado del cristal hay alguien atrapado, alguien parecido a él.  Creo que se siente solo, está triste, no consigo hacerle reír. No paro de hacerle gestos y morisquetas, pero le da igual. Sigue controlando las salidas y no le gustan las puertas cerradas. A pesar del frío, pasa casi todo el tiempo acurrucado en el porche, cubierto con mantas, vigilando el camino. Siempre está alerta y parece tener un sexto sentido.



Yo no he oído nada en absoluto, pero él de repente se levanta y se dirige a la parte de atrás. Allí se agazapa tras un montón de leña, sin dejar de controlar el camino y la casa.



Unos minutos después llegan varios vehículos. Al momento hay un grupo de hombres en la entrada haciendo preguntas, y traen con ellos algo parecido a un furgón policial. No sabemos cómo se habrán enterado.  Voy a buscarlo y veo como se escabulle, creo que va hacia las montañas. En el último momento se vuelve y me ve, y otra vez hace esa extraña mueca, antes de desaparecer. Le digo adiós con la mano y pienso que lo voy a echar de menos. Ya no tendré nadie a quien consolar.



Ojala tengas suerte, hombre de las cavernas. Gracias por tu sonrisa.





*****



Pilar Candau Chacón

Vera, 15 de Diciembre de 2010



lunes, 4 de agosto de 2014

VEINTE DE NOVIEMBRE DE 1975





Cuando me dijeron que al fin se había muerto creí que no iba en serio. Franco llevaba muriéndose no se cuantos días y no acababa de terminar, así que una broma habitual entre nosotras era: 
─ ¡Que ya se ha muerto Franco!
─ ¿De verdad?
─ ¡Que no, tonta!
Tanto es así que recuerdo haber realizado un dibujo con una lápida que ponía:








 




R.I.P.
Aquí descansa
Francisco Franco
Muerto el día
1-1-2200





Lo de Bahamonde no sabía escribirlo. Después de todo no éramos más que un puñado de colegialas tontas. 
Pero cuando murió de verdad una ola de silencio y preocupación inundó el colegio. Las monjas se deslizaban cabizbajas y serias por los pasillos. En mi casa mi padre parecía preocupado, y durante varios días no nos dejó salir a jugar al parque que había debajo de casa, ni juntarnos con la pandilla que se reunía allí. Sólo íbamos del colegio a casa y vuelta, y eso porque estaba a cinco minutos. La televisión estaba siempre puesta, y nada más que se veían escenas del velatorio y de las colas de pésame interminables, la biografía edulcorada del Caudillo y música de Réquiem
Yo no entendía nada y me agobiaba el encierro:
─ Pero ¿qué puede pasar porque salga, a ver?
Y mi padre, muy serio, me respondía:
─ Tu eres una criatura que no estás en el mundo, pero cuando pasan cosas así puede haber revueltas, disturbios…  de momento mas vale que te quedes en casita. Cógete una novelita, ─ me la enseñas primero ─, dibuja, yo que sé, entretente en algo. 
Mi madre, en la cocina, aleccionaba a la muchacha sobre el peligro comunista. La chica no decía nada y miraba al suelo, pero en la comisura de la boca se le insinuaba una sonrisilla que no conseguía reprimir.
Las conversaciones de mi madre con la chica siempre eran igual; mi madre daba vueltas, quitaba trastos y hablaba todo el rato, y mientras tanto la chica cocinaba, limpiaba, recogía, lo mas prudente posible, y de vez en cuando respondía; “sí, señora” o “no, señora, no, tiene usted razón”, según cuadrara en la conversación.
Aunque de vez en cuando le daba un arranque revolucionario y se atrevía a comenzar con un:
─ Pues señora, que quiere que le diga, a mí me parece…
Y opinaba.
Mi madre la escuchaba unos instantes en un silencio glacial, y al momento la cortaba con un:
─ Ande, ande, Encarnita, no diga usted disparates. ¡Si sabrá lo que está diciendo! Usted es joven y no vivió la guerra, ni se puede imaginar lo que pasamos.
Durante un par de horas dejaban de hablarse, ofendidas ambas,  pero al final, como se aburrían, acababan haciendo las paces.
A mi madre le encantaba hablar con la muchacha, era su interlocutora preferida, y la primera en enterarse de todas las novedades. Los demás para enterarnos de algo teníamos que pegar el oído a la conversación de la cocina.
Pero los días siguientes a la muerte de Franco las dos miraban las noticias con el mismo interés, en silencio. En la mirada de mi madre sólo había preocupación, y angustia.
En el fondo de los ojos de Encarnita brillaba una lucecita de esperanza.


*****





Pilar Candau Chacón


Vera, 22 de Junio de 2011

lunes, 24 de marzo de 2014

EL TRANCE








Yo solo acababa de empezar a contar mi cuento cuando de todos los rincones de Italia comenzaron a llegar primero cientos, luego miles de liras, que el presentador de TV4 se encargaba de proclamar a voces por el micrófono, y que iban anotándose en un gran tablero luminoso, situado a mis espaldas.

El teléfono no paraba de sonar, y mamá subió al estrado a mi lado y me cogió de la mano, mientras yo continuaba navegando por esa fina línea que separa el sueño de la vigilia, donde nacen todas las historias, y simplemente contaba lo que veía.

El hipnotizador dijo: “Basta. Deberíamos parar ya”, pero mi madre, quizás pensando en la gotera de la cocina, contestó “él está bien”, y el presentador del programa intervino: “Ni lo sueñes. Estamos superando todos los record de audiencia. No es el momento de cortar”.

El trance me resultaba cada vez mas cansado y tuvieron que sentarme en una silla porque empezaba a tambalearme, pero aún así seguí hablando sin parar. No sé de qué rincón de mi mente escapaban todas aquellas fantasías. “Tiene una imaginación portentosa”, dijo el crítico literario contratado por el productor, pero la verdad es que yo no inventaba nada.

Mientras tanto me iba convirtiendo en el fenómeno mediático del año. Las marujas adictas al programa lloraban sin parar, los niños escuchaban embobados, los ejecutivos aparcaron los BMW en doble fila y siguieron la emisión por la radio, trastornados. Los fontaneros, las maestras, los estibadores, todo el mundo estaba fascinado con mi relato.

Nuestra cuenta corriente engordaba sin parar, y mi madre primero pensó en cambiar los muebles del comedor, luego en comprar un segundo coche, y ahora ya estaba soñando con un pisito en la playa.

Pero yo me sentía cada vez más débil. Tuvieron que tumbarme en una camilla mientras seguía contando y contando, con una vocecita cada vez mas fina, y entonces el Mago Magnus, el hipnotizador, sí que dijo: “Ya es suficiente. Cuando cuente a tres te despertarás. Un, dos, tres, ya”.

Abrí los ojos aturdido y todo el mundo empezó a aplaudir frenéticamente, pero yo apenas podía levantar la cabeza de la almohada. Me enfocaron con grandes proyectores y se acercaron las cámaras, mientras los flashes no paraban de disparar, y en ese momento empecé a morirme. El hipnotizador gritaba y pedía una ambulancia pero no se le oía porque el presentador estaba proclamándome como el acontecimiento del año, mientras mi madre me cubría la cara de besos y me llamaba “mi niño”.

Entonces llegó la Unidad Móvil y un montón de médicos y me empezaron a enchufar cosas. Al momento estaba lleno de tubos, ahora ya no se oían aplausos, y todo el mundo corría y gritaba por el plató.

El director del programa chillaba “un primer plano, sacadle un primer plano” y los focos no paraban de molestarme.

Los de la UVI me metieron en la ambulancia y me llevaron a toda velocidad al hospital, donde al fin cesaron los focos y el ruido, pero me pusieron todavía más cables y más tubos.

A mi lado quedaron únicamente mi madre y el Mago Magnus. Mi madre lloraba histérica, y ya no pensaba en coches nuevos ni en pisos en la playa, ni siquiera en la gotera de la cocina, solo lloraba y se retorcía las manos.

Al final la enfermera le dio una pastilla.

El hipnotizador sudaba, nervioso, y se paseaba a grandes zancadas por el pasillo.

Pero yo no quería morirme todavía. Intentaba llamar al Mago, pero mi voz era tan tenue que apenas salía de mi garganta.

Aún me faltaba conocer el final.



Navarra, 13 de Abril de 2010

lunes, 20 de enero de 2014

UN TELEGRAMA INESPERADO





- Mire usted, a ver como se lo cuento. La culpa de todo la tuvo el telegrama, el maldito telegrama. Hasta que llegó, nosotros no teníamos ningún problema, pero ninguno. No éramos más que dos viejos que vivíamos tan tranquilos en su pueblo, sin hacer daño a nadie.  Nos apañábamos con las dos pensiones. Una miseria, sabe usted, pero aquí en el pueblo nos arreglamos con bien poco. Pues eso, cuidábamos el bancal, ahí sacábamos algún dinerillo, con las patatas, las tomateras  y el huerto y cuatro  naranjos, pues tan ricamente. Espere, espere usted, que le voy a dar unas cuantas naranjas.
- A ver, Juan, no tiene usted que darme nada. Se lo agradezco, pero cuénteme lo del telegrama.
- Nada mujer, nada, no hay nada que agradecer. Ya verá que buenas, estas no son como las de los supermercados, que son puro aguachirle. Ya verá, ya.
Como le iba diciendo, pues, que el Andrés y yo siempre hemos vivido muy tranquilos, sin meternos con nadie. Claro que cuando jóvenes teníamos nuestras novias, no se vaya usted a pensar. Pero la cosa no resultó, ni para él ni para mí. Yo rondaba a una moza de Cantoria, y bien guapa que era. Pero al final se casó con un camionero de Córdoba y se fueron a la Argentina, y de mí ni acordarse. Y eso que le escribí varias veces. Le mandaba mis dibujos, hasta poesías le mandé. Antonia, se llamaba, y tenía unos ojos como dos luceros.  No me ponga usted esa cara, que porque los pobres no tengamos estudios no quiere decir que no tengamos sentimientos. Tantos como cualquiera, a ver.  O que se cree.
No mujer, no se disculpe, si da igual. Ahora ya todo da igual. Unos años después se murió el camionero, o eso me dijeron los primos, pero ya no volvió a aparecer por aquí. Le volví a escribir, pero nada. Ni respondió siquiera.
No era buena, esa mujer. Le digo yo que no era buena.
 ¿El Andrés? ¡Ay, de ese ni le cuento! Un conquistador estaba hecho. Sí ríase, mujer, ríase. Mire la foto, mire que apañado que estaba. El de la izquierda, el guapo. El otro, el de la derecha soy yo. Mi hermano cuando joven era un galán. Se llevaba a las mujeres de calle. Por donde iba arrasaba.
- Y el telegrama…
- Tranquila, tranquila, que cada cosa a su tiempo. Hay que ver que prisas llevan ustedes siempre, los de la capital. Pues el telegrama llegó el jueves pasado, lo trajo el Agapito. El cartero, mujer,  ¿quién va a ser? Y nos quedamos los dos (el Agapito y yo) esperando a que el Andrés lo abriera para enterarnos de qué ponía, que no se crea usted que llegan muchos telegramas al pueblo. De uvas a peras. Pero que si quieres arroz, no le dio la gana de abrirlo delante  de nosotros. Lo cogió, se lo metió en el bolsillo, y  se largó tan pancho, y ahí nos dejó a los dos con un palmo de narices.
Plantaos, nos dejó.
- Pero usted dijo en la comisaría que lo había leído.
- ¡Pues claro! En cuanto se durmió esa noche, le hurgué en el pantalón y allí estaba. Bien dobladito en el bolsillo. Ponía;
“Llego domingo Madrid. Vuelo Buenos Aires, 14.30, terminal 4, Barajas. Deseando verte. Un abrazo.
Tu Antonia”
 ¡Tu Antonia!  Venía de Buenos Aires, de la Argentina.
- ¿Y nada más?
- ¿Cómo, nada más? ¿Es que no tiene usted bastante?  Era de la Antonia, ¡Mi Antonia!  Y la muy pendeja le escribe a él. Si le digo yo que esa mujer no es buena. Cuando lo leí me puse como loco. “A este lo mato yo” pensé. “A este lo mato. Al cabronazo este de mierda”. Es verdad, lo reconozco. Eso fue lo que me pasó por la cabeza. Y que de haber podido la hubiera matado a ella en ese mismísimo momento. Como hay Dios que lo hubiera hecho. Lo único que Buenos Aires me pilla un poco retirado, ya ve. Si le digo la verdad, tenía pensamiento de ir a Madrid este domingo, pero aparecieron ustedes montando jaleo, con los coches patrullas y todo eso, que parecía esto una feria. Que tampoco es para tanto, digo yo.
- ¿Le parece a usted que un asesinato no es para tanto?
- ¡Asesinato! ¿Qué asesinato ni que niño muerto?  Un accidente sin más, otro viejo que se muere, ya ve que cosa.
- Pero entonces ¿mató usted a su hermano o no lo mató?  Porque usted firmó una declaración en la comisaría. Usted confesó que lo había matado.
- ¡Mujer! Matar lo que se dice matar… lo maté un poco solo. No del todo. Lo único que el Andrés siempre fue un blanducho,  no tenía ni media bofetada. Mucha fachada, pero nada detrás. Y  lo de la comisaria, ¡qué sé yo! Si me traían loco a preguntas. Que yo no soy más que un pobre viejo, con tal de que me dejaran en paz, firmé lo que se les puso a ellos.
- ¿Dice usted qué lo mató un poco solo? A ver, Juan, deje ya de decir disparates. O se mata a la gente o no se le mata. A ver cómo le explica usted eso al juez.
- Así fue, y no se me engalle usted señorita, que no tengo yo necesidad de pasar disgustos. Así me agradece usted las naranjas. Que yo se lo voy a explicar y usted lo va a entender, clarito, clarito. Con lo bonica que es usted de cara ¡Vaya mujer brava! Que lo que pasó es que cuando leí el telegrama me puse como loco…
- Eso ya lo ha dicho. Abreviando, Juan, abreviando.
- … y lo sacudí para que se despertara. Pero no había plan, que estaba borracho como una cuba. Cagado del susto del telegrama, que le digo, que no se le había ocurrido otra que emborracharse. Asustado de vérselas con una hembra de verdad, ese  era mi Andrés. Y tanta rabia me dio de que fuera tan cobarde que el di un empellón, y de esas lo mandé directo a la cocina.
- A la chimenea, quiere decir. A su hermano lo encontraron junto a la chimenea.
- Eso, mujer, si es lo mismo.  Que aquí la llamamos así. Y con tan mala pata le empujé que se dio con el filo y se abrió la cabeza. Que a ver qué culpa tengo yo de eso. La culpa será del albañil, que quien les manda a ellos poner esos ladrillos tan filosos.
- Del albañil. La culpa, del albañil.
- Y tanto.  Y de mi hermano por borracho y calzonazos. Lo que yo le diga.
- Está bien, Juan. Acérqueme el bolso, haga el favor.  Creo que ya lo tengo todo claro, de todas formas mañana me pasaré otra vez para seguir preparando su defensa. No se le ocurra salir de la casa por nada, le recuerdo que está usted bajo fianza.
- No, mujer, no. Adónde voy a ir yo, con todo el pueblo pendiente, que son unos goleores (*). Mejor me quedo en mi casita. Hala, a seguir bien, mujer. Y no se deje usted las naranjas. Ya verá que ricas. Y defiéndame bien, que le voy a preparar para mañana unas patatas que ya verá, ya.
Vera, 2 de enero de 2014

(*) goleores = cotillas. (de oler, husmear, oledores… goleores).