jueves, 28 de noviembre de 2013

DOS MARTINIS A MEDIAS





¿Que por qué estoy aquí? ¿Quiere usted saber por qué estoy aquí? Pero si precisamente he venido a eso. A contárselo.

Verá; Ese día estaba yo muy cansada. Había tenido muchísimo trabajo en el despacho y tenía una jaqueca terrible. Para colmo hacía una tarde de perros, así que decidí irme a casa un poco antes. Como una hora antes, para ser más exactos.

Cuando llegué me encontré la puerta abierta, un poco entornada. Eso me extrañó, pero no demasiado, si quiere que le diga la verdad. No era la primera vez. Alberto es muy despistado, y pensé que se la había dejado abierta al irse a la tienda. ─Sí, es que él tiene una tienda. De muebles de diseño─. Lo que me pareció más raro era que hubiera dejado encendidas tantas luces. Con eso suele tener más cuidado, siempre se está quejando del recibo. Estaba encendida la del recibidor, alguna en el salón, la de la cocina. Creo que hasta la del baño. Sobre la encimera de granito de la cocina vi dos copas sucias, de esas triangulares que se usan para los martinis. Del salón llegaba una música suave, algo de jazz. Miles Davis, seguramente. Es un forofo de Miles Davis.

A partir de ahí todo lo recuerdo como a través de una bruma. Parece que no me hubiera sucedido a mí, que lo hubiera visto en una película. De verdad.

Recuerdo que caminé hasta el salón, y apagué el tocadiscos mecánicamente. Sobre la mesita de centro vi otras dos copas. Y había ropa esparcida por el sofá, por la alfombra. Pero era toda de hombre.

Eso no lo entendí. Desde que vi las dos copas en la cocina temí encontrarlo con otra mujer. No hubiera sido la primera vez, aunque nunca se las había llevado a casa, que yo supiera. Así que busqué por el sofá algún sujetador, medias, quizás unas bragas. O una falda. Pero era toda ropa de hombre.

Algunas prendas eran de Alberto, pero otras no las conocía.

Allí, parada, me giré en dirección a la puerta del dormitorio, que estaba entreabierta. Oí unas voces sofocadas. Claro, ya sabían que estaba allí. Como apagué el tocadiscos… Me obligué andar. Me obligué, porque mis piernas no me obedecían. Solo querían salir corriendo de allí, alejarme para siempre. Pero yo las obligué a andar.

Lo primero que vi, antes de llegar al umbral, fue un pie desnudo, medio enrollado en la sábana. Esa imagen nunca la podré olvidar. Un pie de hombre, cubierto de fino vello rubio, asomando  inclinado por entre mis sábanas. Porque no era su pie. Alberto es moreno. Era el pie de un desconocido.

Luego los vi. A los dos. Mi marido y un muchacho con pinta de inglés. Desnudos, sentados en la cama, cubriéndose con las sábanas de color crema ─mis sábanas, de mi ajuar─, apoyados contra el cabecero. Mirándome.

Se les veía atrapados. Allí, tan quietos. Mirándome con aquellos ojos tan redondos.

Ahora, al recordarlo, pienso que hubiera debido gritar, romper algo. Creo que hubiera sido más sano. En cambio, me quedé allí helada, sin reaccionar. Sin poder apartar la vista de ellos. No podía entenderlo; ¿Qué hacían esos dos así? ¿Quién era ese hombre? ¿Qué hacía allí, metido en mi cama? ¡Pero si parecían dos maricas!  Pero no podía ser, era imposible.

Recuerdo que a lo lejos se oyó la sirena de una ambulancia. Me pareció que tardaba una eternidad en atravesar la calle.

 Yo sabía que Alberto no era ningún marica.

Lo sabía a ciencia cierta. Como sólo lo puede saber una mujer, usted me entiende.

El sonido de la sirena se fue debilitando, hasta desaparecer.

Un vicioso, eso es lo que es. Líos con mujeres, los ha tenido a montones, y yo siempre me he hecho la tonta. Como si la cosa no fuera conmigo.  Pensaba que en parte era culpa mía, que yo no era suficiente para satisfacerlo. Es que parecía insaciable.

Pero ¿un hombre?

Si le digo que a día de hoy todavía no lo comprendo.

Lo que sí sé a ciencia cierta es que durante esos minutos infinitos que estuve allí parada, mirándolos, oyendo la sirena de la ambulancia, algo se me rompió por dentro, algo hizo click. Casi pude oír como crujía dentro de mi pecho. Desde ese preciso instante mi vida cambió para siempre. Si le digo que ya no soy capaz de mirar a un hombre a los ojos. A ninguno. A usted tampoco, no crea.

Al final me di media vuelta, cogí algo de la ropa que estaba sobre el sofá y se la tiré a Alberto. Le dije:

─ Vístete. Te vas a enfriar.

Al otro ni lo miré.

Después me volví al salón y me puse a recoger automáticamente la ropa que quedaba tirada. Siempre he sido muy ordenada. La doblé y la dejé apilada encima del sofá. A continuación, sin pensar en nada ─ya le digo, era como una zombie─, me llevé las copas a la cocina y las fregué. Me las había regalado mi hermana.

Los oí hablar en la habitación mientras se vestían pero no era capaz de escucharles. En cuanto terminé con las copas cogí el bolso y me fui.

No he vuelto a entrar en esa casa.

Desde entonces estoy viviendo con una compañera de trabajo. Es un verdadero ángel, ella se encargó de todo. Trajo algunas de mis cosas, en fin, ya se imagina. Lo imprescindible.

A los pocos días Alberto me llamó por teléfono. Vi su llamada en el móvil, pero no tenía nada de qué hablar con él. Para mí era un completo desconocido. Me había casado con un desconocido, ¿usted lo comprende? Y lo venía a descubrir ahora, después de tantos años.

Me llamó varias veces, hasta que al final se cansó. También me llamó uno de sus amigos, para tratar de intermediar, pero le corté en seco. ¡Faltaría más!

Finalmente decidí venir aquí, a verle a usted. Mi amiga me dio su número. Está empeñada en que busque un abogado, que tramite el divorcio, pero a mí eso me da igual, no tengo prisa. Ya lo haré más adelante. Ahora mismo siento que lo que necesito es un psicólogo, y aquí estoy.

Quiero que usted me ayude, que me lo explique. Que me diga por qué Alberto se ha vuelto homosexual a estas alturas, cuando de toda la vida ha sido un mujeriego terrible.

Porque es que yo por más vueltas que le doy no consigo comprenderlo.



Vera, 17 de Noviembre de 2013