martes, 16 de abril de 2013

UNA MUJER EN EL TEJADO





Hay una mujer sentada en el tejado. Acurrucada, con cara de frío. Parece que se vaya a escurrir entre las tejas. Es morena, desgreñada, y tiene pinta de llamarse Teresa. ¿Por qué Teresa? No me lo pregunten. Yo solo digo lo que veo.

Tal vez debería acercarme y decirle algo, pero ¿qué se le dice a una mujer que está sentada en un tejado? Desde luego, no “Buenas tardes, ¿cómo está usted?”, ni tampoco “Hay que ver el frío que está haciendo esta semana”. Eso no vale. Eso son cosas que se le dicen a la gente que sube contigo en el ascensor, a la gente normal y corriente. Gente “como Dios manda”.

Esta debe ser una pirada. Una no tiene mucha práctica en el trato con pirados. Las monjas no me enseñaron nada de eso, y tampoco mi madre, pobrecita, que en Gloria esté.

¿Y si probara con “¿Le apetece un té o un café?” Porque lo que está claro es que no puedo dejarla ahí y desentenderme, como si fuera una veleta humana, o algo así. Pero es que esta es morena, no parece que le vaya mucho el té.  Si tuviera pinta de inglesa, quizás… Los ingleses son tan educados… Seguro que le saltaba el piloto automático.

Ahora agacha la cabeza. Tiene algo entre las manos. Parece una ramita. ¿Será un porro? Que va, no. Tiene razón Felipe cuando dice que estoy obsesionada. Pero a ver, ¡por la tele se oye cada cosa!

Ahora hay alguien más en el tejado, alguien que se acerca por detrás. Parece un hombre, joven. Ella también es joven, y algo mugrienta. Esto de los tejados debe de ser una nueva moda, como lo de Gran Hermano, o algo así. A lo mejor hay una cámara oculta, grabando. ¡Que emocionante! ¿Me sacarán a mí? El chico se acerca con cuidado, agarrándose a la chimenea. Mas vale que se sujete bien, no vaya a resbalarse. Ahora se sienta a su lado, y le pasa un brazo por el hombro. Le está diciendo algo, pero ella sigue con la cabeza agachada, sin moverse. De vez en cuando la gira despacio, como diciendo, “No, no, no”.  El sigue hablándole, las cabezas muy juntas. Quizás sean dos enamorados. Quizás han discutido y ahora están haciendo las paces, que romántico. Pero ¡vaya idea, subirse al tejado! Yo, cuando me enfado con Felipe, me voy de compras. Y si me enfado más, a casa de mi madre unos días, para que aprenda. Eso siempre funciona.

Ha empezado a llorar, vaya por Dios. Es un llanto angustioso. Desde aquí no la oigo pero por el movimiento de los hombros se nota que llora desconsoladamente, algo se le está rompiendo por dentro. Es desgarrador.

Pobre chica. Lástima de criatura, si es que los hombres son todos iguales. Aunque a saber por qué llora.

Al fin parece que la convence, él se ha levantado y ahora se está incorporando ella. De vez en cuando da un hipido, pero ya se la ve más tranquila. Con cuidado, él la ayuda a que se sujete a la chimenea, le dan la vuelta y ahora están bajando por la parte de atrás, agarrándose a la antena. Dios mío, estos son capaces de resbalarse, vaya dos. Pero no, se les oye detrás de la casa.

Los veo a través del seto.

Se abrazan. Vaya mundo de locos.

Pero bueno, menos mal.

Al menos esta mañana de sol no va a suicidarse nadie.



Vera, 22 de Enero de 2011
     



jueves, 4 de abril de 2013

UN DUENDE EN LA NARIZ




 Tengo un duende sentado en la nariz. Me hace cosquillas, es algo travieso. Aunque yo no lo veo, me acompaña a todas partes.

Desde su atalaya otea el horizonte y me da su opinión, que suele ser impertinente, sobre todo lo que ve. Yo a veces lo paso mal porque no me acostumbro a eso de que los demás no le oigan. Yo le oigo perfectamente. El otro día, por ejemplo, había una señora gorda detrás de mí en la cola del supermercado. “¡Vaya real hembra!”, exclamó el muy tunante.

Por lo visto a los duendes les gustan bien rellenitas. El caso es que me pareció que la señora me miraba de forma rara.

A menudo, cuando estoy recostada en el sofá, trepa por mi nariz, se columpia en la montura de mis gafas, y, agarrándose al flequillo, (y anda que no tira, el muy bruto), se me sube a la coronilla. Yo entonces le digo;

Sr. Duende, estoy de ti hasta la coronilla.

El entonces se parte de risa y se deja caer por la frente, se cuela debajo de las gafas y se desliza por mi nariz como por un tobogán, para acabar aterrizando en mi ombligo. Allí se pone a bailar y me hace cosquillas. Tiene una risa llena de cascabeles.

Mi duende y yo somos buenos amigos, pero todavía no le he puesto nombre. El dice que no se acuerda de cómo se llama, y yo no acabo de decidirme por ninguno. El caso es que el otro día fui a la farmacia y al lado de la estantería de las cremas para el sol había un niño mas bien pequeño, de la mano de su abuela. Tenía la cara redonda, llena de pecas, y un bonito flequillo pelirrojo. Muy espeso, y de un tono pelirrojo claro, tirando para rubio.

Pues bien, el chico me miró muy serio y me dijo;

Tienes un duende en la nariz.

Nadie lo oyó, solo yo. La abuela estaba ocupada pagando un montón de medicinas monedita a monedita, con mucha calma. La farmacia estaba a rebosar de gente, todos esperando a que acabara la abuela.

Me acerqué al chico y le pregunté;

¿A que no adivinas como se llama?

¡Ahí va! Esta chupado. Se llama Nick. Lo pone en el gorro me aclaró compasivamente.

En ese momento descubrí que mi pobre duende no sabía leer.

Pero seguro que el ya ni se acuerda. Los duendes verdes son muy despistados, pero te mueres de risa con ellos. Los azules son mucho más listos pero son unos empollones cargantes, a mí me caen fatal.

Mientras tanto, mi duende Nick se dedicaba a hacer tonterías por mi cara. Se colgaba con las manos de las gafas, se apoyaba en la nariz con un solo pie, vaya, que estaba luciendo todas sus habilidades. Yo me daba cuenta de que lo quería era impresionar al chico pelirrojo, ahora que por fin había encontrado a alguien que podía verle.

Al final no lo resistió más. Me dio un golpecito en la frente, como el que llama a una puerta, y me dijo;

Ahora tengo que irme.

Después hizo una cosa sorprendente; se agachó y me dio un beso, justo en la punta de la nariz. No os creáis, que la cosa tiene su mérito, porque os recuerdo que yo estaba de pie. Acto seguido dio un triple salto mortal, (ya os he dicho que está bastante loco), y cayó en la cabeza del chico, desde donde se deslizó hasta agarrarse al flequillo pelirrojo, que le tenía fascinado.

El niño me miró, se encogió de hombros, y se largó con mi duende, tan pancho.

Al mirarlo como se iba me fijé en que tenía una nariz muy pequeña. “Este va a tener que dormir encogido”, pensé. “Bueno, pues que se aguante”.



Vera, 4 de Abril de 2011