miércoles, 12 de septiembre de 2018

DÍA DE MERCADO




Hay poca gente hoy en el mercado, y eso que hace buen día, no se ve ni una nube, y el mar está tranquilo. Mejor día ni en verano, pero en enero ya se sabe; no hay turistas y los españoles andan sin blanca. Solo compran tomates o fruta. En lo que va de mañana no he vendido nada y apenas se ha parado nadie a preguntar.

Ahí viene la blanquita rara de todos los domingos. Qué le pasará a esa mujer. Es alta como un hombre y blanca como la luna, me da mal fario. Otra vez se pone a toquetear los cestos y a revolvérmelos, y otra vez empieza con el regateo. Ya va para cuatro domingos que viene, ¿es que no hay más puestos que el mío? Y eso que estoy al fondo, bien lejos del parking. Tanto camino para luego nunca comprar nada. Está flaquita, pero lleva ropa buena, esos tienen plata. Viene con el marido, él moreno y jaranero, riendo fuerte y armando jaleo, y ella tan finita que diría que se la va a llevar un mal aire. Pero eso sí, le cuesta abrir la cartera. Se va para los cestos más caros  ─esos de tres colores que llevan tapadera, y bien bonitos que son─, y me pregunta el precio.

─Ese vale siete euros, señora ─le digo─. Si lo quiere más barato en aquel montón los hay más chicos. El precio va según el tamaño.

─No sé…, ─me dice. Ella nunca sabe nada. Es para desesperarse–. Lo quiero para el pan.

─Para el pan va muy bien, mucha gente se los lleva.

No es mentira ni verdad, que yo a la gente no le pregunto lo que hace con los cestos. Faltaría.  Pero ella  sigue mareando y no se aclara, y ni compra ni se va.  Virgen santa. Yo resoplo y suspiro y me contengo para no soltarle alguna fresca, que ya me dice la Petra que tengo un pronto muy feo, pero es que ¡media hora para comprar un cesto! Y todavía va y me dice que se lo va a pensar, y se da la vuelta y se va de vacío.

El marido me mira y suelta una carcajada; ¡Es zumbón, el españolito!

Lo de la cesta se lo tengo que contar a mi hombre; ¿Una cesta como el puño para poner el pan?  Pues no sé yo qué pan come esta gente. Yo pongo dos barras encima de la mesa y un plato con aceite y al minuto ha volado, y no me hace falta tanto canasto. Y bien contentos que se lo comen los chiquillos, rebañando bien el plato.

A saber la que estarán liando ahora en casa, los cinco solos, pero a ver qué hago, si este hombre no es capaz ni de vender una alcayata. Cualquier día tenemos un percance.

Ahí van los dos otra vez, cruzan el paseo y se meten en el chiringuito, en el caro, el que tiene la terraza en alto. Sí tienen plata, sí. Míralos, sentados en sus butacas mirando al mar y bebiendo cerveza bien fresquita.

Una de esas me tomaba yo ahora mismo. Ya lo creo.

Así es la vida, así. Los ricos a beber cerveza, y a comer gambas y cositas buenas, y los  pobres a vender canastos. Así es, sí Señor.

¿Por qué será que están todas tan flacas? Están siempre comiendo y bebiendo, yo siempre las veo en las terrazas, y no hay una que tenga ni una chispa de carne. ¿Cómo lo harán? Y a mí parece que me engorda el aire. Mi negro dice que a los blancos les gustan así, secas como palos. Sin culo, sin tetas, pues ¿qué mujeres son esas? “Yo tampoco lo entiendo” me dice. Y me soba con ganas y se le ríen los huesos, que dinero no tengo, no, pero carnes bien prietas, ay, de eso no me falta.
“Vente negra pa´ca” me dice, y me hace un gesto para que me meta con él en la camioneta de los cestos. Y le brillan los ojos con ese brillo que es puro peligro, que cada vez que se le ponen así me acaba haciendo un hijo. La Petra, la del puesto de al lado, se da cuenta, se ríe y me guiña un ojo. Le hago una seña para que me vigile el puesto, y voy, ¿por qué no? Total, si hoy no vendemos nada. Que otro gusto no tenemos los pobres más que ese.

Y me acuerdo, no sé por qué, del españolito zumbón y de la mujer tan flaca.

Y me da como lástima.

*****

Vera, 16 de febrero de 2018
Pilar Candau Chacón




viernes, 6 de abril de 2018

VOLANDO ENTRE METEORITOS


  
A mitad del sueño, Sergio se despertó, sobresaltado. Como cada noche, notó como la cama comenzaba a temblar. “Ya estamos otra vez”, pensó, “esto no puede acabar bien”. Suspiró con resignación, apartó el edredón y se agarró a los barrotes de bronce de los pies de la cama, sin demorarse mucho, antes de que la cosa cogiera velocidad. Se sentó sobre los talones, pendiente de los movimientos del somier, y en un momento dado bajó la cabeza para no oponer resistencia al aire. Se agarró fuerte, no tenía ningunas ganas de caerse en la primera curva. El vehículo siguió volando cada vez más rápido, guiado con habilidad en rápidos virajes, mientras a su derecha y a su izquierda meteoritos resplandecientes cruzaban el espacio negro como la tinta y la alfombra se deslizaba rumbo a las estrellas.

Volar era una gozada. Sergio tiraba de uno y otro remo de la barca para controlar la dirección y evitar los meteoritos, ahora convertidos en gigantescas pelotas de golf. Medusas gigantes de color azul se cruzaron con él y el muchacho pensó: “Esto no tendría ninguna lógica si no fuera porque vuelo por el fondo del mar”. En el fondo todo tenía su sentido, razonó.

Un enorme cofre vomitó un montón de monedas de oro que se le quedaron pegadas al pecho, y de repente se encontró casi encima de una enorme ancla herrumbrosa, que estaba detrás del cofre y que consiguió evitar por los pelos. Siguió buceando entre corales multicolores y notó como arrastraba una enorme y majestuosa capa de algas; sin embargo, por alguna razón, no debía disfrutar del viaje. Sergio no recordaba el motivo, pero notó como su cuerpo se ponía cada vez más en tensión. Había algo… entonces vio la pequeña luz negra detrás de un enorme camión y supo lo que se avecinaba. Al fondo vislumbró el agujero del túnel que cada noche parecía encogerse un poco más. Consiguió sortear los percheros de la entrada, atestados de abrigos, e introducir el vehículo en el largo pasillo. Se agazapó al entrar en el gigantesco embudo de piedra y todos sus músculos se pusieron alerta preparándose para el golpe. Justo al fondo del túnel se levantaba una inmensa pared de roca con un pequeño hueco en el centro, demasiado pequeño, y Sergio dirigió el bólido hacia allí, preparándose para la colisión que todas las noches tenía lugar. Cada vez estaba más cerca, cada vez más, y, aunque Sergio intentó refrenar el tren todo lo que pudo, en unos instantes numerosos pedruscos saltaron por los aires y el chico se acurrucó contra el suelo soltando el volante, ya no importaba nada, ni la dirección ni nada, a él solo le importaba atravesar el estrecho agujero de la montaña sin golpearse demasiado.

Todas las noches Sergio rompía las rocas del final de la cueva y era parido al otro lado de un brusco golpe, a la realidad del día que empezaba, de la mesilla de noche con su vaso de agua, sus pastillas y su despertador rojo que nunca necesitaba poner. A las zapatillas a los pies de la cama y, al fondo, la puerta del cuarto de baño abierta, invitándole a ducharse.

Todos los días Sergio se despertaba sobresaltado y lanzaba un inmenso suspiro de alivio al mirar a su alrededor. Se bajaba de un salto de la cama de barrotes de bronce, con su edredón de cuadros y su aire inofensivo, y se metía en la ducha sin volver la vista.

Pero Sergio se levantaba con el cuerpo lleno de arañazos. Tenía muy claro que algún día, un día que esperaba que estuviera aún muy lejano, no conseguiría salir y quedaría atrapado en la inmensa vagina de piedra por siempre jamás.




martes, 12 de diciembre de 2017

LA ROPA DE INVIERNO



Esta tarde me tocaba escribir una columna, así que me he puesto a sacar la ropa de invierno.  No sé qué me pasa que cada vez que tengo que escribir algo me entran unas ganas grandísimas de hacer tareas domésticas. Eso es tan sorprendente en mí, que pienso que debe haber algún mecanismo subconsciente que lo motive, porque, la verdad verdadera, no hay nada que aborrezca mas en este mundo que liarme con las tareas domésticas. Vaya, que no soy lo que se dice la Reina del Hogar. Más bien una prima tercera, de la rama pobre. Y sin embargo esta tarde he cargado con la escalerilla hasta la planta de arriba, me he encaramado cual trapecista y me he liado a sacar bolsas de plástico llenas de ropa, arrugada, mayormente. He sacado la mía y la de M., -por ahora M. seguirá siendo M. porque está empeñado en vivir en el anonimato. Creo que piensa que así tiene una vida más emocionante. En fin… - y me he liado a apilarla en montones sobre la cama. Entonces he descubierto varias cosas;

Cosa 1.- Que mi montón es tres veces más grande que el de M.

Cosa 2.- Que el montón de M. incluye cosas que pocos mendigos estarían dispuestos a ponerse. Cuando por casualidad aparece algo que el mendigo en cuestión sí que estaría dispuesto a ponerse, entonces es J. el que no se la pone jamás de los jamases. La guarda en una esquina del armario, por si le invitan a una boda o algo, y puede por fin estrenar ese jersey que le gusta.

Lástima que a las bodas haya que ir de traje.

El problema se soluciona esperando que el jersey alcance el grado de vejez y antigüedad suficiente, hasta convertirse en apto para su uso. Así que verdaderamente no hay que preocuparse, porque un problema que tiene solución no es un auténtico problema.

Cosa 3.- Que mi montón incluye ropa que todas las mendigas se darían tortas por ponerse, mayormente de marca. No sólo las mendigas, muchas de mis vecinas y amigas estarían encantadas de ponerse la ropa que ocupa gran parte de mi montón, si tuvieran una talla 40 y pudieran embutirse dentro. El problema de mis amigas y vecinas es que no tienen una talla 40, y las mendigas tampoco (creo; la verdad es que no conozco muchas). Y mi problema es que yo tampoco la tengo. De hecho tengo una 42 larguilla (que es como decir que si no respiro tengo la 42 y si respiro la 44). Pero es que la ropa de mi montón de la talla 40 es tan absolutamente bonita, y cara, que no me decido a darla a alguna asociación benéfica, de esas que las vende a mujeres que sí que tienen la talla 40. A las que odio profundamente. La guardo para cuando adelgace, que va a ser ya, pero ya mismo.

El caso es que rebuscando, han aparecido algunas prendas de la talla 42, e incluso de la 44 (aunque el 44 viene escrito muy pequeño, creo que para que se note menos). Esas las he separado en un montón aparte y he comprobado que quepo dentro. Eso me ha animado bastante, aunque he podido sacar varias conclusiones;

Conclusión 1.- El montón de la ropa de talla 40 es grande, e incluye, como ya he dicho, ropa bonita y cara, aunque un pelín pasada de moda. Pero como es buena se le perdona.

Conclusión 2.- El montón de la talla 42/44 es mucho más pequeño e incluye ropa a la moda, pero más barata y de peor calidad. Vaya, que empecé en Adolfo Domínguez y he acabado en Zara.

Conclusión 3.- Mierda de Crisis.

Llegado a este punto estaba absolutamente desanimada, así que he dejado las pilas de ropa encima de la cama, tal cual, y he decidido darme un descanso.  Para recobrar la moral. He bajado al salón, he encendido la tele, que eso anima mucho, y me he liquidado dos Alhambra Especial bien frías, tirando a heladas, con sus correspondientes patatas fritas y aceitunas. Y es que en mi casa solo hay hombres (y yo, claro), están mis dos chicos y R. , así que la ropa no es una cosa que preocupe mucho, en cambio la temperatura de la cerveza es un asunto de estado, que merece largas y profundas reflexiones.

Además me he leído dos capítulos de la novela que llevo ahora para delante, que está genial, y he alcanzado un estado de felicidad semejante al Nirvana, más allá de las preocupaciones frívolas de este mundo.

Lástima que la felicidad sólo dure lo que duran dos cervezas.

Lástima que enfrente de mi sofá esté la chimenea.

Lástima que en la repisa de la chimenea haya un reloj. Que funciona. Y que me mira, insistentemente, y de la manera más desagradable. Así que he tenido que salir zumbando escaleras arriba porque ya eran ¡las ocho!

De nuevo en el dormitorio he sacado la ropa de verano a toda velocidad de los cajones y la he metido en bolsas de plástico. Las mismas en las que estaba la de invierno. La he lanzado al altillo con un elegante juego de muñeca, haciendo canasta, por algo el altillo es mucho más ancho que las canastas normales. Siempre se acierta. Luego he cogido la ropa que había sobre la cama y la he embutido dentro de los cajones, procurando que no se arrugue mucho, sobre todo la mía. Total, a M. le da exactamente lo mismo. Si no la arrugo yo ahora la va a arrugar él mañana, así que mejor le ahorro el trabajo.

Y luego he bajado y me he puesto a escribir mi columna.

Como debe ser.

Aunque la verdad verdadera es que ahora mismo me voy a ir a ver qué hago de cena.





lunes, 20 de marzo de 2017

SOLO UN GATO



Sin duda él me eligió a mí, yo sólo me rendí. Cuando al fin le presté atención seguro que llevaba ya tiempo observándome. Alguna vez lo había visto deslizándose sigilosamente por el césped e intentando atrapar algún gorrión, que se burlaba de él desde lo alto de la pérgola. Pues bueno, y qué, un gato. Yo a lo mío. Tuvo que subirse al alfeizar y mirarme a través del cristal para que me fijara en él.

Luego vino el cortejo, tan accidentado como todos los cortejos. Yo corría tras él y le chillaba, le amenazaba con la escoba, si es que a Antonio no le gustan los gatos y a mí no me gustan las discusiones, pero me tenía calada, se subía a la valla de un salto y otra vez se paraba a mirarme con largos ojos de agua. Imperturbables.

A veces maullaba muy flojito, como un bebé.

Un día le puse un platito de leche, ahí morí, pero tenéis que entenderme, tan sola, sin hijos... Lo que provocó eso no quiero ni recordarlo. El día que se coló por la ventana mi matrimonio salió por la puerta. Y a mí, como que me dio igual. Todos me sermoneaban, ¿es que te has vuelto loca? ¿De verdad vas a perder a tu marido por un gato? Sin duda tenían razón, pero ¿cómo puedo yo querer a un hombre que me priva de mi único consuelo?  De repente ya Antonio era otra persona. Despiadado, cruel, sin sentimientos.

Ahora estamos los dos solos y nos entendemos sin palabras. No sé como lo hace, pero me parece que es él el que dirige esta relación.  Cuando Antonio llama al timbre se pone delante de la puerta y maúlla muy flojito y me mira, como diciendo, no le vayas a abrir.

Y yo me siento y el salta a mi regazo.


Y a veces, cuando le acaricio detrás de las orejas y se deja hacer ronroneando, me mira de una forma tan benévola que me entran ganas de bajar la cabeza y esperar a que me acaricie él a mí.  

QUESO



Queso. Groing, groing, huelo a queso. Miro. Un gato. Groing, groing, hay un gato. Ahí está, en medio de la cocina. Ese gato. Es nuevo, antes no estaba, el gato. La estúpida mujer. Ella lo trajo, la estúpida mujer. Puso el queso. En el suelo, junto a la pata de la mesa, queso delicioso. Cerca el gato, tumbado el gato, dormido el gato. Ratón listo, ratón no sale, la estúpida mujer.

Groing, groing, huelo a queso.

Groing. El queso. Queso delicioso. Groing. ¿Correré? Tonto ratón, saldrá el ratón, cogerá el queso, ¿correré? ¿Y el gato? ¿Más rápido, el gato? ¿Despierto, el gato?

Groing, groing. Estúpido gato.

Groing. Quiero queso. Queso, yo quiero queso. Miro, gato dormido. Salgo, corro, gato dormido. Estoy cerca. ¡Gato despierto, gato que abre un ojo!¡Gato que salta!

¡Hi, hi, hi!


¡Estúpido queso!

EL MENTIROSO



Estoy hecho un lío, no sé que voy a hacer, a las mujeres no hay quien las entienda. El caso es que estoy convencido de que no tiene razón, yo solo actué como hace ella siempre. Con la mejor intención. Tampoco es para cabrearse tanto.

 Cuando empezamos a salir yo no me aclaraba. Ella me gusta un montón, está buenísima, y es  alucinante, pero yo no comprendía nada de lo que pasaba por su cabeza. Si le preguntaba “¿Te vienes al cine el sábado, que tengo unas entradas?” Ella me respondía, “Uy, no sé, el sábado lo tengo muy ocupado”, y se reía. Entonces yo, tan normal, sin cabrearme ni nada, le respondía; “No te preocupes, no pasa nada, me voy con un amigo”. Civilizado ¿no? Pues ella iba y se ponía de morros y no me hablaba en una semana. ¿Pues no había dicho que no podía ir? Y al final resultaba que sí que quería ir y yo no me había enterado. Y así una vez, y otra. Yo estaba hecho polvo. Hasta que se lo conté a mi hermano Paco, que es un máquina en eso de ligar, y él se rió y me dijo que no hiciera caso, que las mujeres siempre lo decían todo al revés. Que si te dicen que no pero se están riendo, quiere decir que sí, que sí que quieren. En cambio si están enfadadas y con ojos que echan chispas es mejor mantenerse a distancia. Solo hay que fijarse en la cara que ponen.

Yo soy un tío muy simple, (tonto no, ¿eh?), así que a partir de ahí siempre hice lo contrario de lo que me decía. Por ejemplo, si me decía que no le podía dar un beso; “que no, que aquí no, que nos están mirando”, yo iba y se lo daba de todas maneras, y se ponía tan contenta, y de esa manera estábamos la mar de bien. Y así llevábamos unos seis meses. Todo iba perfecto hasta el otro día, hasta que ella me hizo la pregunta, y a mí me entraron ganas de salir corriendo, porque ahí había lío seguro. Y es que en ese momento no podía ir a buscar a mi hermano. Habíamos estado todo el fin de semana juntos, en su casa, porque sus padres estaban de viaje. Estudiando para el examen de latín, en teoría. El domingo por la noche al despedirnos me dijo muy bajito; “¿Pero tú me quieres?” Y yo me quedé parado y no supe qué decir. Y que no es que no la quiera, que creo yo que sí que la quiero, porque cuando paso unos días sin verla me entra como una angustia y un dolor muy raro en el pecho, parecido a la gripe pero distinto. En serio que me pongo malísimo, pero lo mismo se lo digo y le sienta mal. Así que me quedé callado, y vi que se estaba mosqueando.  Y al final pensé; pues hago lo mismo que hace ella y ya está. Así que le respondí “¿Yo a ti? Por supuesto que no, que no te quiero”. Y me reí.

Lo que hace ella siempre.

Creía que lo había hecho perfecto pero se ve que no, porque me soltó una ostia, incluso me tiró el diccionario de latín a la cabeza (la muy burra), y cerró la puerta de un portazo y ahora no hay manera de que me coja el teléfono. Ni lee los whatsapp ni el Facebook, ni nada de nada. Tengo un agobio que no veas.

Le he preguntado a Paco y me ha dicho que lo que tengo que hacer es escribirle una carta de amor, muy cursi, diciéndole que la quiero y todo eso. Que a las mujeres eso les encanta. ¿Pero no me dijo que hay que hacer siempre lo contrario? Tendré que decirle que no la quiero, ¿no?

Paco se ha reído de mí y me ha dicho que no tengo arreglo, que mejor que me cuelgue de un árbol y que le deje en paz. Y se ha ido y me ha dejado aquí tirado.

¿Y yo ahora que hago? ¿Le digo que la quiero o le digo que no la quiero?

Por favor, dime qué hago.

NOTA: Si me ayudas te regalo un antifaz del zorro.

Vera, 15 de marzo de 2017


martes, 15 de diciembre de 2015

CUATRO PARADAS



Mira Luis, que ya sé yo que esta no es la mejor manera de hacer las cosas. Que nosotros somos gente de bien, que en nuestra familia nunca se ha visto cosa parecida. Pero los tiempos cambian. Hoy en día todo eso, ─el coche, las flores─, vale un dineral. Y tú sabes mejor que nadie en qué posición me has dejado.

Y que, total,  desde casa son sólo cuatro paradas.

Si es que no merece la pena, Luis.

Reconoce que tengo razón.

Así que ponte derechito y disimula. Y no me digas que estás muerto porque no es excusa. 


Vera, 8 de Noviembre de 2015



NOTA: Tercer premio del concurso convocado por Metro de Málaga y Taller de Escritura Paréntesis  "Un metro en Cien Palabras", 

lunes, 11 de mayo de 2015

EL RETIRO





Las ocho y media, ya es la hora. Las nueve menos veinte. Las nueve menos diez. Menos cinco. En punto. Las nueve y cinco.


Parece que hoy tampoco va a venir.


Un manto de nubes negras cubre el cielo de Madrid. Tal vez llueva. Se levanta aire, y hay un remolino de hojas secas en las aceras de la ciudad.


La vida sigue. Yo continúo en mi sitio, bajo el magnolio.  Fuerzo una sonrisa, compongo el gesto y me mantengo inmóvil; la chistera algo torcida, los pies cruzados, la mano derecha apoyada ligeramente en el bastón. Mi bigote y mis lentes son perfectos. Es verdad que hasta dentro de una hora o dos no espero público, los turistas no madrugan tanto, pero no importa; uno es un profesional.


Desde la altura de mi cajón, blancos como la nieve mi rostro y mis ropas y sin mover un músculo, controlo la acera de enfrente y la entrada del banco donde trabaja. O  al menos trabajaba en él hasta hace poco, no sé que habrá pasado.  Ella es el único motivo por el que madrugo tanto, ninguno de mis compañeros aparece hasta pasadas las diez de la mañana, y menos ahora que está entrando el otoño y empieza a hacer frío.


Mi linda princesa rubia, ¿Dónde te habrás metido?


Ella siempre se paraba unos minutos delante de mí antes de entrar a trabajar y me echaba una moneda en el platillo, sonriendo. Incluso cuando llovía o hacía mucho frío, siempre se paraba unos instantes y me miraba con ojos muy abiertos, muy redondos. Y yo, en su honor, hacía una actuación mucho más larga de lo normal, como si hubiera puesto un billete en vez de sólo unos céntimos, pobre chica. Una vez incluso traje una rosa para dársela. Claro está que era blanca y de papel maché, no podía romper la estética del espectáculo. Me acerqué a ella con andares tambaleantes, como de borracho ─la tarima tiene escalones, está preparada para eso─, me quité el sombrero, hice una cómica reverencia y se la di. Ella se sonrojó, y todos aplaudieron mucho. Ese día la función fue un éxito.


Y es que, no es por presumir, pero soy el mejor Charlot de todo Madrid.


¡Ay! Pero ese fue el último día que la vi. A la hora del almuerzo salió del banco como encogida, con la cabeza gacha, y me pareció que iba llorando. Tan frágil, tan delgada, con su jersey oscuro y el cabello cubriéndole la cara. Juraría que me miró un instante. Debí bajarme y salir corriendo tras ella en ese mismo momento pero me pilló en hora punta. Tenía un grupo de turistas japoneses haciéndome fotos y habían dejado varios billetes en el cestillo. Se ve que allí no tienen crisis.


Recuerdo que pensé; “Le hablaré mañana” Pero al día siguiente no apareció. Ni al otro, ni ninguno más. Ya han pasado diecisiete días y no he vuelto a verla.


Al menos podría pasarse a saludarme, éramos casi amigos, digo yo. Pero debe estar muy triste o quizás vive lejos. O tal vez simplemente le parezco un hombrecillo ridículo.


El platillo tintinea. Justo delante hay un niño con flequillo de la mano de una señora gorda. Me giro para comenzar la actuación y en ese momento ¡la veo! Es ella, no hay duda, aunque apenas se la adivina detrás de un taxi.


Esta vez no se me puede escapar. Bajo del cajón de un salto, cruzo como loco entre los coches ─que pitan todos a la vez, armando un estruendo infernal─ atravieso los grupos de peatones y corro como un desesperado hasta alcanzarla. Cuando al fin estoy frente a ella, sin aliento y sin saber qué decirle, oigo un grito;


─¡Eh, Charlot! ¡Que te he echado un euro!


Es el niño del flequillo, que me llama enfadado y no lo culpo. La madre no dice nada, pero me mira con los brazos en jarras. ¡Ay, Dios! No puedo fallarles, yo soy un profesional. Comienzo mi número, sin perder de vista a la chica. Para que no se me escape la incluyo en la actuación. Primero la saludo quitándome la chistera. Luego bailo claqué hasta que se me enredan las piernas y acabo desmayándome a sus pies. Comienza a chispear pero nadie se va. Ella está tan asombrada que no reacciona y resulta muy natural, todo el mundo cree que es una actriz. ¡Vaya éxito! Hemos congregado a un buen número de paseantes a nuestro alrededor y todos aplauden entusiasmados. También el niño y la señora gorda.


Cuando por fin termino y nos quedamos solos me acerco a ella. Le hago una reverencia exagerada y le ofrezco el contenido de la recaudación. “¡Oh, vamos!” exclama ella, y se ríe, y me coge del brazo. Decidimos gastarnos el dinero en unas cervezas para celebrarlo.


Caminando a su lado mi cerebro bulle, no para, estoy flotando en una nube rosa. Al menos mido diez centímetros más que ayer y soy mucho más guapo. Imagino nuevas actuaciones, con dos personajes, después de todo ella está en paro, ¿no? Sueño con otros países, con otro público más risueño. Más rico, menos triste. No paro de hablar y de hacer proyectos y ella me mira de reojo y sonríe todo el rato, aunque no dice apenas nada. Las nubes se separan y el sol quiere asomarse.


Ya no me siento patético, de nuevo soy un prometedor actor en paro, lleno de ideas, que se gana la vida como puede. Soy joven, estoy enamorado.


En la tasca, al fin, mientras estudiamos la pizarra, me armo de valor y le hago una pregunta que me parece bastante importante;


- Oye, ¿te gusta la comida japonesa?




Vera, 30 de Octubre de 2011
Pilar Candau Chacón

  







martes, 13 de enero de 2015

CUATRO PASOS ATRÁS




“El contrapunto (del latín punctus contra punctum, «nota contra nota») es una técnica de composición musical que evalúa la relación existente entre dos o más voces independientes (polifonía) con la finalidad de obtener cierto equilibrio armónico. Casi la totalidad de la música compuesta en Occidente es resultado de algún proceso contrapuntístico. Esta práctica surgió en el siglo XV  alcanzando un alto grado de desarrollo en el Renacimiento y especialmente en la música del Barroco y se ha mantenido hasta nuestros días.”
Wikipedia.

¡Cuatro pasos atrás!  ¡Le dije cuatro pasos atrás! ¿Por qué no se quedará en la sombrilla? Siempre tengo que llevarlo pegado a mí, como una lapa. Todo el mundo pasea por la playa tan tranquilo. Todos hablan con quien les apetece y van a donde les da la gana. ¿Por qué yo no puedo? Siempre con este gordo baboso detrás vigilándome y mirándome de arriba abajo. Me exhibe como un trofeo, es como si me llevara atada con una correa, como un perrito. Eso soy para él. Su perrita. 

Mira como camina, tan derecha, un poco nerviosa. Se avergüenza de mí. Yo, que le doy todo lo que quiere, que no vivo más que para ella, y tengo que caminar rezagado, para que no la vean conmigo. Para que no sepan que va conmigo. Y así todos los días, hasta que acaben estas malditas vacaciones y podamos regresar al pueblo. No sé porque se empeña en venir. Bueno sí que lo sé, le encanta lucirse. Tiene que ponerse esos bikinis tan pequeños y pasearse para que la vea todo el mundo, para que la miren todos los hombres. Da igual, que se pasee cuanto quiera, esta no se escapa. No voy a consentir que ninguno se le acerque. 

Si pudiera irme un rato yo sola… ayer casi lo consigo, se quedó dormido en la tumbona. Pero por más despacio que me levanté, por más cuidado que puse, abrió esos ojos de sapo que tiene y me soltó un “¿a dónde vas?” que me dejó en el sitio. Si pudiera librarme de él… estoy segura que podría conseguir algo mejor. ¡Si es que me miran todos! Y esta playa está llena de gente de pasta. Menos mal que no me corté el pelo. Ya me lo dijo Svetlana; “Ni se te ocurra. No seas idiota, los españoles se mueren por las rubias, y cuanto más largo el pelo mejor. Y el bikini, bien pequeño, que esto no es Lituania. Usa tus armas”. Mis armas… ¡sí, pero cómo! Si pudiera librarme de este…

Mírala como mueve el culo, ¡condenada! ¿Es que me va a hacer que me recorra toda la playa?  Estoy ya cansado, no se da cuenta de que no tengo su edad. Son crueles los jóvenes. Ah, pero se venden tan fácil, y por tan poco… Bien, ahí está el chiringuito. Esto lo soluciono yo en un momento. 

─ ¿Un helado? Pues… bueno, podría tomarme un helado. Pequeño, de fresa─. Eso no puede engordar mucho. Justo me pondré al lado del señor del bañador azul. Qué buena pinta tiene… Alto, delgado, un poco canoso. No pasará de los cuarenta y cinco. A esa edad, mira, pues todavía. Pero, ¿y este, que va para los sesenta y seis? ¿Y esa tripa inmensa? ¿Y ese bañador, que parece las bragas de mi abuela? Y que sólo toquetea, que ya no está para nada. Un vicioso, eso es lo que es. Asco de hombre. 

─ ¿Un café? Vale, también un café. Pero con sacarina. 

Cómo se lo come, se relame, nunca he visto a nadie a quien le gusten tanto los helados. Cómo una chiquilla. Cómo lo que es. Una chiquilla, pero también una furcia, ya le está poniendo los puntos al tío alto de las gafas ¿es que no voy a poder descansar nunca? Si no tuviera ese cuerpo que tiene, esa melena rubia, esa piel, esas tetas… Ay. No puedo mirarla a los ojos sin derretirme, por más que ella mire para otro lado medio mosca. Hace conmigo lo que quiere.

Voy a tener que ir al baño, maldita próstata. Espero que no… pero no, no le va a dar tiempo. Y para mí que la de naranja es la mujer. No, no va a poder. 

¿Se va? ¿De verdad se va? Ojalá haya cola en los aseos, aunque los hombres son tan rápidos. La mitad no se lavan las manos, eso fijo. Tengo que intentarlo, ay, estoy tan nerviosa. Un pitillo no, suena a fulana, y además ahora casi nadie  fuma. La hora, eso es. La hora. 

─No son azules, no señor, son verdes. Por lo menos siempre han sido verdes, a no ser que me hayan cambiado ahora mismo─. Se ríe, que simpático─. Si, el mar, puede ser el reflejo del mar─. Ojalá que tarde, ay. ─No, no es mi padre. Es… un pariente. Lejano. Una copa. Pues sí, supongo que podría tomarme una copa. Pero tendría que ser ahora mismo, ¿conoce algún sitio cerca? Es que a mi tío ─sí, es mi tío─ no le gusta que beba. Tendríamos que irnos ahora, antes de que vuelva. No se enfada, no. Está acostumbrado. ¿Esta noche? No, esta noche, no, creo que no. Esta noche tengo que cuidar a mi tío. 

─Su mujer. La señora de la camiseta naranja. Ya. Claro, ya comprendo. 

Está visto que no hay manera. 

─Bueno, pues podemos quedar pero no le aseguro que venga. A las diez aquí mismo. Sí. Haré lo posible, ya lo creo que lo haré. No lo sabe usted bien. 

Ahí llega este. Ahí va, se ha puesto el bañador más subido, marcando paquete. Qué vergüenza. Resulta patético. 

Mírala  ya está tonteando ¡Joder, ni mear tranquilo puede uno ya!

 ─ ¿Cómo dice, señora? ¿Su marido? ¿Y a mí que me importa quién sea su marido? ¿Es que no se ha dado cuenta de que vengo acompañada? ¡Habrase visto!  Pues si sólo me ha pedido las servilletas, ¡hay que ver como se pone usted! Pues no se lo crea si no quiere, a mí, como comprenderá… ─ Dios mío, qué vergüenza, como me mira la mujer… Ay, Señor, ¿dónde se habrá metido este hombre?

Ahí va, se le ha encarado la de naranja. Se lo tiene bien merecido, por zorrona. Pero…  ¿que demonios le está diciendo? Pero ¿quién se creerá que es, la vieja bruja? 

–Señora, ¿que tiene usted que decirle a mi mujer, a ver?

Qué bueno que llegó… vaya cara se le ha puesto a la vieja cuando ha oído lo de su mujer… pues ¿qué se pensaba? ¿Por qué no iba a poder serlo? En cuanto me dé a mí la gana.  

- Sí, mi mujer, sí, a ver, ¿algún problema? Pues eso. Vamos nena.

─Sí, anda sí, vámonos. 

Mírala ella qué tiesa va, cogida de mi brazo. Si parece hasta contenta. Si pudiéramos ir siempre así. Como que se me está ocurriendo… como, ¿ya no?

─No, no, ahora ya no, ahora suéltame. Por la playa no. Dijimos cuatro pasos. Quedamos en que irías cuatro pasos atrás.

Es una posibilidad. Habrá que pensarlo. 

─Siempre cuatro pasos atrás.

Vera, 13 de octubre de 2014